Mann, ¿rey del western?. Probablemente, si, aunque la opción John Ford no es descartable. En cualquier caso, estamos ante uno de esos western que dejan huella, que se apartan de aquellos conceptos estereotipados que nos inculcaron y que nos hacían, de niños, adoptar el rol de buenos, y diestros en el tiro, americanos, en lugar de malos y sin conciencia, pieles rojas, a los que acechábamos apostados en nuestros fuertes de madera.
Aquí lo que clama al cielo no son los cánticos indígenas a Manitu sino la absoluta falta de vergüenza de una clase política aparentemente civilizada que lo mismo otorga medallas de oro del Congreso de los EEUU a un indio navajo por sus valerosas acciones en combate por una bandera de barras y estrellas que lo mismo le niega los derechos más elementales que se otorgan a los ciudadanos blancos. Y Mann lo expone con maestría y crudeza. Pone el dedo en la llaga y aprieta. Que haberlos los hubo. De todos los colores. Si. Pero también de este.
Efectuar el retrato de una sociedad que lo mismo te condecora que te esquilma por razones de raza es singularmente difícil cuando hablamos de los Estados Unidos, cuna de la libertad y esas cosas. No es fácil incorporar funestas pesadillas al sueño dorado americano. Pero Mann lo hace con autoridad y profesionalidad, contando con un Robert Taylor que alcanza con la perfecta interpretación de Lance Poole uno de los puntos álgidos de su carrera. Chapeau también para los maquilladores quienes le convierten en un piel roja con tanto pedigree que uno se acaba cuestionando si no corría por sus venas sangre india. Por su parte, Louis Calhern como el odioso abogado Verne Coolan pone un rostro perfecto a la iniquidad, a la premeditación y a la alevosía (FATHER CAPRIO, en filmaffinity.com).
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